Cuando murió su madre Mónica, mujer de una fe y vida ejemplares, una gran tristeza se apoderó de él. Se resistía a llorar y le pedía a Dios que le quitara el dolor. Hasta se hizo unos baños calientes, para echar de su alma la aflicción y la tristeza, de acuerdo a las costumbres de su tiempo. Pero no le funcionó. Finalmente tuvo que llorar.
…y no pudiendo reprimir el sentimiento de verme privado de ella repentinamente, me dio gana de llorar delante de Vos por ella y por mí, tomando motivos para llorar, de su proceder y el mío. Así solté el dique a mis lágrimas, que hasta entonces tenía represadas, dejándolas correr cuanto quisiesen, hasta que nadase y descansase mi corazón con ellas, como efectivamente descansó, por ser Vos el único testigo que había de mi llanto, no habiendo allí persona humana que diese a mis lágrimas alguna interpretación vana y torcida. (San Agustín, Confesiones, Trad. Eugenio de Zeballos, Ed. Iberia, Barcelona 1964, p. 241.)
Cuando San Agustín escribió esto en sus Confesiones, allá por el 400 d. de J.C. era su deseo que los que lo leyesen, honrasen la memoria de su madre. Así que cuando yo leí esto, honré a Mónica y di gracias a Dios por permitirme conocerla a través de estos antiguos escritos de su hijo. Me sentí muy conmovido porque algo así es lo que soñamos los padres de Renacer respecto de la memoria de nuestros hijos.
2 comentarios:
Hermoso y cierto!
Claro, que hermoso sería que pudieramos hacerlo como San Agustín y que cientos de años después, las historias de nuestros hijos puedan ser leídas por los habitantes de la tierra en el año 3500...un reto.
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